ISSN: 1130-3743 - e-ISSN: 2386-5660
DOI: https://doi.org/10.14201/teri.28333

LA UNIVERSIDAD COMO PROPÓSITO. UNA MISIÓN PARA NUESTRA INSTITUCIÓN1

The University as Purpose. A Mission for Our Institution

Diego S. GARROCHO SALCEDO
Universidad Autónoma de Madrid. España.
diego.garrocho@uam.es
https://orcid.org/0000-0003-0313-7638

Fecha de recepción: 01/02/2022
Fecha de aceptación: 13/02/2022
Fecha de publicación en línea: 01/07/2022

Cómo citar este artículo: Garrocho Salcedo, D. S. (2022). La universidad como propósito. Una misión para nuestra institución. Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria, 34(2), 43-61. https://doi.org/10.14201/teri.28333

RESUMEN

El presente artículo intenta actualizar una definición finalista de la universidad en virtud de su misión social. En su diagnóstico inicial, esta investigación se interrogará por las cualidades, funciones y objetivos que son específicos de la universidad y que, por este motivo, no pueden ser sustituidos por otras instituciones o prácticas alternativas en nuestra sociedad. Proponemos, por ello, brindar una definición funcional y de propósito para las instituciones universitarias, preferentemente aquellas que no tienen ánimo de lucro. Nuestra investigación atenderá, fundamentalmente, a los datos relativos al Sistema Universitario Español y se servirá de marcos preferentemente clásicos del pensamiento contemporáneo en el establecimiento del propósito institucional de las universidades.

Metodológicamente referiremos algunos datos cuantitativos y sus fuentes, aunque este trabajo aspira a proponerse como una reflexión crítica aunque con eminente vocación práctica. Se trata, por lo tanto, de una reflexión operada desde la filosofía (o, más genéricamente, desde las humanidades) y no desde las ciencias sociales en un sentido estricto. Los presupuestos teóricos de los que partiremos adquieren una deuda singular con Max Weber, Jacques Derrida y más específicamente Ortega y Gasset, aunque dialogarán también con referencias más contemporáneas como Anne Applebaum o Jonathan D. Haidt. Asimismo, a lo largo de este texto se incorporarán referencias de la filosofía clásica y medieval que consideramos pueden seguir reivindicando una vigencia objetiva. A partir de estas premisas teóricas intentaremos actualizar la misión de la universidad contemporánea, subrayando sus implicaciones sociales y culturales y su responsabilidad política específica en la promoción y custodia de ciertas jerarquías epistémicas en el marco de una sociedad plural y democrática.

Palabras clave: universidad; cultura; filosofía, pluralismo; epistemología.

ABSTRACT

This paper aims to update a finalist definition of the university taking into account its social mission. In the initial assessment, this research will consider the qualities, functions and objectives that are specific to the university and so cannot be replaced by other institutions or alternative practices in our society. Therefore, we suggest offering a functional definition for university institutions, preferably non-profit ones, that is based on their purpose. Our research will fundamentally consider data relating to the Spanish university system and will favour classical frameworks for contemporary thought to establish the institutional purpose of universities.

Methodologically, we will refer to quantitative data and their sources, although this research aspires to provide a critical reflection, albeit one with an eminently practical vocation. It is, therefore, a reflection articulated from philosophy (or, more generally, from humanities) and not from the social sciences in a strict sense. The theoretical suppositions from which we will start owe a particular debt to Max Weber, Jacques Derrida and, especially, José Ortega y Gasset, although they will also dialogue with more contemporary references such as Anne Applebaum and Jonathan D. Haidt. Likewise, throughout this text, references to classical and medieval philosophy will be incorporated, which we believe can continue to claim objective validity. From these theoretical premises we will try to bring the mission of the contemporary university up to date, underlining its social and cultural implications and claiming a specific political responsibility in the promotion and custody of certain epistemic hierarchies within the framework of a plural and democratic society.

Keywords: university; culture; philosophy; pluralism; epistemology.

L'université fait profession de la vérité. Elle déclare, elle promet un engagement sans limite envers la vérité.

Jacques Derrida, L'Université sans condition.

Lo que experimento ahora al jubilarme de la docencia me ha dejado huérfano.

George Steiner, Lecciones de los maestros.

1. INTRODUCCIÓN Y METODOLOGÍA

La universidad es una institución singular. Son muchas las características especiales que la definen, pero uno de sus rasgos más marcados y diferenciales es su reflexión autoconsciente. Desde antiguo, y de un modo perfectamente acusado desde el desarrollo de las ciencias sociales en el siglo XIX, podríamos destacar que la universidad es una entidad que, como el dios de Aristóteles, cumple la singular función de pensarse a sí misma (Met. XII, 1074b34-35). Esta condición autorreflexiva ha cobrado en las últimas décadas un protagonismo destacado dentro de espacio público de deliberación. El debate en torno al ser y al deber ser la universidad ha trascendido las lindes de la propia academia hasta dotarse de una personalidad propia en la agenda política y mediática. En el caso del Sistema Universitario Español (SUE) el debate público ha cobrado especial visibilidad después de cada reforma legislativa que, de un modo u otro, ha intentado actualizar la eficacia y el buen funcionamiento de las universidades en nuestro país.

Desde la instauración de la reforma derivada de la Declaración de Bolonia en el año 1999, el desarrollo de indicadores, estadísticas y protocolos de evaluación de la calidad de la enseñanza universitaria se ha multiplicado. La creación del Espacio Europeo de Educación Superior incentivó una profesionalización del desarrollo del dato en el ámbito universitario lo que, sin duda, ha generado instrumentos de diagnóstico y mapeo de gran utilidad para la gobernanza y la legislación universitaria. El presente artículo, sin embargo, no aspira a ser una investigación data driven en un sentido estricto, dado que no le corresponde a la filosofía someterse a la disciplina de la evidencia cuantitativa sin que por ello deba dejar de tenerse en cuenta.

Son numerosas las fuentes a las que podemos recurrir para tener una constancia más o menos completa y compleja del SUE. El Instituto Nacional de Estadística, por ejemplo, desarrolla la Estadística de Universidades, Centros y Titulaciones2. Asimismo, el Ministerio de Universidades publica anualmente los Datos y Cifras del Sistema Universitario Español, una síntesis centrada en estructura (organizativa y económica), el acceso, sus estudiantes y el personal de nuestras universidades. Desde el año 1996 se publica también el informe de la CRUE La Universidad Española en Cifras, un documento que no sólo expone sino que interpreta datos de relevancia e interés diagnóstico de la realidad universitaria española. Además, otros proyectos como el Informe CYC (promovido por la Fundación Conocimiento y Desarrollo) nos procuran instrumentos de análisis valiosísimos sobre las distintas labores que se emprenden desde el marco universitario. Existen, también, iniciativas emprendidas desde el ámbito privado y que atienden de forma específica al ámbito de la I+D+i donde, de nuevo, podrán encontrarse datos de sumo interés para tener constancia de cuál es el estado actual de la universidad española3.

Creo, sin embargo, que la utilidad específica que puede rendir la filosofía -y en general, las disciplinas humanísticas- no atañe tanto a la interpretación de los datos como al establecimiento de unas claves críticas y hermenéuticas que nos permitan dilucidar, de forma diligente y responsable, el significado y alcance dichos indicadores. La filosofía sólo podría leer torpemente una colección de estadísticas o registros y, sólo de un modo muy inexacto, sería capaz de justificar si un porcentaje es o no determinante para el cumplimento del propósito de la universidad española. En tanto que disciplina esencialmente teórica, sin embargo, la filosofía sí puede y debe desentrañar cuál podría -o incluso debería- ser la misión de la universidad y qué rasgos debería fortalecer el cumplimiento de dicho propósito en el marco de la sociedad civil y del interés público. Por este motivo, en la investigación que sigue, las referencias a los datos cuantitativos serán meramente adjetivas y servirán para apuntalar una reflexión teórica y finalista de la universidad en tanto que institución. Por idéntica razón, en el presente artículo se intercalarán fuentes clásicas del canon filosófico con publicaciones contemporáneas que puedan servir para justificar nuestras conclusiones.

El marco teórico en el que se inscribirá nuestra investigación será marcadamente definicional y finalista, lo que es tanto como subrayar que este artículo aspirará a definir qué es y qué debería ser la universidad en el escenario social y político posterior a la pandemia. Esta definición vendrá determinada, a su vez, por el propósito y la finalidad que distingamos para la universidad. Del mismo modo, nos interrogaremos sobre cuáles son los obstáculos y las oportunidades que podrían limitar o favorecer dicha misión. El propósito no sólo no es nuevo sino que entronca con un marco metodológico estrictamente clásico. Así, por Aristóteles sabemos que la definición de cualquier objeto o institución podría determinarse por su télos o finalidad, resumiendo una intuición que el de Estagira explicitó en el comienzo de su Ética Nicomáquea. Esa misma descripción finalista (el ser y el deber ser de la universidad vienen marcados por su misión y propósito) nos obligan a tener que dialogar de una forma singularmente estrecha con el texto de 1930 de Ortega y Gasset Misión de la Universidad. A esta fuente, con la que dialogaremos de forma preferente, sumaremos dos hitos ineludibles para la reflexión filosófica acerca de la realidad universitaria: la conferencia La Universidad sin condición de Jacques Derrida, pronunciada en 1998 en la Universidad de Stanford (California), y la conferencia dictada en la Universidad de Múnich por Max Weber en 1917 “La ciencia como vocación”.

2. PRECEDENTES TEÓRICOS

La institucionalización del saber ha sido, desde tiempos remotos, un objeto de reflexión prioritaria para los filósofos. No en balde, por todos es sabido que si todavía hoy seguimos hablando de la academia es en herencia del centro de estudio que Platón fundara a finales del siglo IV a. C. Fue en los jardines consagrados a Academos donde el filósofo instaló la escuela original de la que tantas otras instituciones después retomarían el nombre (Kalligas, Balla, & Baziotopoulou-Valavani, 2020, p. 30). La filosofía, de forma constante, ha examinado las formas en las que debía ritualizarse la administración y la difusión del saber y tanto la universidad como las sociedades científicas deben no poco a la reflexión puramente filosófica.

En el contexto contemporáneo la filosofía goza de un estatuto epistémico un tanto ambiguo. De una parte, quienes se dedican profesionalmente al pensamiento filosófico gozan de un cierto prestigio social4, lo que hace que la voz de la filosofía tenga una saludable presencia en el debate público. En ámbitos estrictamente científicos, y a partir de la marcada vocación interdisciplinar con la que principalmente desde Europa se planifica la investigación, la filosofía en particular y las humanidades en general están gozando de un nuevo protagonismo5. Sin embargo, la reflexión institucional en torno a la universidad y el conocimiento se ha mantenido enmarcada en metodologías y protocolos más próximos a las ciencias sociales que a las humanidades.

No cabe duda de que la investigación pedagógica, sociológica e incluso económica o estrictamente estadística tienen mucho que aportar a la hora de evaluar los retos y oportunidades de la universidad como institución educativa, cultural e investigadora. Pero creo, sin embargo, que el conjunto de interrogantes que se inscriben en estas disciplinas sigue requiriendo la aproximación radical y panorámica que propone la filosofía. Aunque puedan parecer contradictorios ambos rasgos, creo justificado mantener que son dos aproximaciones no sólo conciliables sino constitutivas de la disciplina filosófica. Apelo a un examen panorámico pues es la condición amplia o general -Aristóteles señalaría que sólo hay ciencia de lo general (Met., XIII, 1086 y ss.)- la que puede dotarnos de perspectiva amplia y comprehensiva, en nuestro caso, de la universidad. Subrayo la condición radical, en un sentido orteguiano, asegurando que sólo el examen que llegue a la raíz de los conceptos implicados podrá resolver de forma transitoriamente satisfactoria las preguntas que inspiran el presente artículo.

Dicho de un modo más simple pero, si cabe, todavía más rotundo. Creo que ningún interrogante político, pedagógico, económico o social relativo a la universidad podrá resolverse si no enfrentamos con toda la radicalidad que nos es dada una pregunta de inequívoco compromiso metafísico, por más que el término pueda resultar disuasorio. La pregunta por el futuro de la universidad no podrá ni siquiera abordarse sin antes intentar desentrañar qué es, qué debe ser, qué podría ser... la universidad. Todas estas cuestiones podrían responderse si fuéramos capaces, al menos de esbozar, algo tan lábil, inasible y frágil como el “ser” de la universidad. Lo superlativo o incluso lo irresoluble de la pregunta no debería impedirnos persistir en nuestro intento de respuesta. Y dadas las modestas capacidades de quien escribe no podré, en este punto, más que servirme de argumentos de autoridad que pudieron dar otros y que son, si no definitivas, sí perfectamente logradas.

¿Qué es, pues, la universidad? La pregunta se antoja tan inmediatamente sencilla que cualquiera podría sentirse como Agustín de Hipona ante la pregunta sobre la naturaleza del tiempo (Conf. XI, 14, 17): si nadie nos lo pregunta parece evidente la respuesta y, sin embargo, si nos vemos obligados a brindar una definición específica de lo que pueda ser la universidad el interrogante se antoja casi irresoluble. Esta misma pregunta es la que, de algún modo, Ortega y Gasset intentó responder en la mentada conferencia “Misión de la Universidad”, pronunciada en el Paraninfo de la Universidad Central en 1930 (Ortega, 2017, pp. 531-570)6. A nadie se le escapan las singularísimas circunstancias desde las cuales hablaba Ortega, ni la condición sociopolíticamente crítica de la década desde la que el pensador madrileño pronunció sus palabras. Pese a todo, y este es un rasgo inquietantemente común en toda la literatura de aquel tiempo, se antoja innegable el parecido no sólo de las preguntas de entonces, sino también la pertinencia y vigencia de las respuestas. Muchas páginas de Ortega, pero también tantas otras de autores como Julio Camba, Clara Campoamor o extranjeros como Stefan Zweig podrían publicarse en nuestros días y parecerían perfectamente actuales.

Una de las fortalezas de la propuesta de Ortega, antes de desentrañar su contenido en lo que pueda resultar de utilidad, es la identificación del ser mismo de la universidad con su misión. Incluso en el ámbito corporativo, hoy no es extraño escuchar hablar del capitalismo de propósito y son habituales las exposiciones públicas relativas a la misión de las instituciones, concretadas en muchas ocasiones en planes estratégicos cuyo cumplimiento acaba por hacerse objeto de cuantificación. Sin embargo, el conjunto de datos desde los que mapeamos nuestra realidad universitaria se haría del todo ininteligible si no supiéramos reconocer antes cuál es la misión o el propósito que debe tomar por propio nuestra institución.

Esta propuesta de definición teleológica, es decir, la caracterización de una entidad a partir de la finalidad que le es propia reproduce de modo puntual una estrategia explícitamente aristotélica que resulta todavía operativa. Las cosas (todas las cosas, también las prácticas o las acciones, según el de Estagira) pueden definirse por una finalidad (télos) que a su vez viene descrita por la función específica (érgon) y por el bien de la cosa que intentamos definir. Trasladado al ámbito universitario, la misión o finalidad de la institución vendría descrita por aquel servicio, acción, actividad o desempeño que sólo la universidad puede cumplir. Dicho de una forma extraordinariamente simple: del mismo modo que un cuchillo queda definido por su finalidad (cortar) y que esta finalidad se distingue por ser aquello que sólo un cuchillo puede realizar (o aquello que el cuchillo puede realizar de forma más propia), la misión de la institución universitaria quedará descrita por esa actividad que prácticamente en exclusiva ella puede desempeñar. Este criterio de demarcación nos servirá para diferenciar la actividad universitaria de cualesquiera otras instituciones vinculadas con el conocimiento, la docencia reglada o la investigación y que, sin embargo, no pueden distinguirse propiamente como universidades. En un tiempo en el que corporaciones como Google expiden certificaciones y en que agentes privados ofrecen cursos de formación en distintos formatos y con niveles de formación y acreditaciones desiguales, volver a interrogarnos acerca de la misión universitaria parece algo imprescindible.

Esta cuestión no es baladí y es uno de los elementos que mejor puede servirnos para actualizar la misión de la universidad. En un contexto de almacenamiento global de los datos y de virtualización de la experiencia humana, la universidad debe exigirse el cumplimento de una misión y de una función específica. Una de las primeras dificultades que encontramos a la hora de definir la universidad es que esa abstracción general y unívoca previsiblemente no existe. En España, en el curso 2019-2020 se impartieron 3008 grados y 3638 másteres, sumando un total de 1.309.762 estudiantes universitarios. En ese curso existían 83 universidades con actividad, 50 públicas y 33 privadas que hoy sabemos que han ascendido a 38. Se contabilizaron 1.061 centros universitarios entre escuelas y facultades, 537 institutos universitarios de investigación, 50 escuelas de doctorado, 54 hospitales universitarios y 76 fundaciones7. Datos tan sumamente complejos y plurales podrían invitarnos a desistir en el intento de brindar una definición única, e incluso unívoca, acerca de cuál debe ser la naturaleza de la universidad como institución. Este reto, por cierto, era ya conocido por Platón cuando asumía la complejidad inherente que se expresaba en el fenómeno de que con una sola palabra aspirásemos a nombrar cosas distintas.

Creo, pese a todo, que el intento es insoslayable por lo que recurriré, conforme había anunciado, a un argumento de autoridad como solución transitoria. Así advierte Jacques Derrida: “La universidad hace profesión de la verdad. Declara, promete un compromiso sin límite para con la verdad” (2002, p. 10). Esta definición podría parecer demasiado ambiciosa o, incluso, para muchos, podría interpretarse como la enésima expresión de los excesos del pensador francoargelino. En un tiempo en el que la verdad parece revocada y disputada y en el que el imperio de la posverdad parece campar a sus anchas, invocar una expresión tan arcaica como la profesión de la verdad, e incluso un eventual compromiso, se haría inasumible para muchos. La definición, sin embargo, tiene muy poco de insólito. Así, por ejemplo, en el escudo de la universidad más prestigiosa del mundo según todos los rankings, Harvard University, distinguimos una invocación a la verdad en su forma latina: ve-ri-tas.

Este hecho no me parece en nada adjetivo y a él volveremos en las páginas que siguen. Es obvio que la verdad es uno los conceptos más complejos y disputados de toda la historia de la epistemología pero su centralidad y protagonismo en la labor universitaria, a falta de encontrar una definición que aspirara a decirse definitiva del concepto, ya determina algo: el compromiso último de la universidad como institución, y su condición como entidad soberana, debería pasar siempre por la búsqueda, promoción y custodia del conocimiento verdadero. Se haría poco menos que imposible definir qué sea tal verdad pero parece evidente que la universidad, en su condición más radical, debe adquirir conforme al dictum derrideano un compromiso con alguna forma de verdad, signifique ésta lo que signifique. Es más, según leemos en Universidad sin condición, la institución universitaria es el lugar en el que se profesa dicha verdad, se distingue como el espacio en el que se hace una profesión pública de dicho compromiso. No hará falta ser un hábil etimólogo para detectar que el oficio y la labor del profesor, de la profesora, encuentra en tal profesión su origen. El profesor es, por definición, aquel que profesa una fe singular en el conocimiento. Lo advertirá el propio Derrida y este rasgo tendrá una connotación no menor: el diccionario de Oxford precisa que hasta el año 1.300 no existirá un uso no religioso del término “profesión”. La fecha tampoco será casual pues coincide con la eclosión de la universidad medieval (2002, p. 32).

La radicalidad con la que se expresa Jacques Derrida no está exenta de una cierta hipérbole poética y más allá de la rotundidad del estilo, o del grado de acuerdo que pudiéramos evidenciar con respecto a este postulado, su enunciado parece subrayar algunos rasgos habituales y reconocibles en los campus universitarios. Así, por ejemplo, una de las singularidades más específicas de la universidad es el modo en que se establece una síncopa entre tradición e innovación a la luz de esa solemnidad que se atribuye al conocimiento verdadero. Gran parte de la labor universitaria está consagrada a la investigación y a la innovación, sobre todo en las universidades públicas. Sin embargo, este compromiso con la creación del conocimiento y el avance científico e innovador se armoniza en la práctica universitaria con un conjunto de rituales y de cargos de inspiración clasiquísima. De este modo todavía hoy distinguimos en el funcionamiento universitario órganos y actividades tales como claustros, consejos, seminarios, colegios... Términos todos ellos de inspiración explícitamente clasicista cuando no religiosa. La importancia de los procesos rituales, las ceremonias y los ritos de paso evidencian esa condición profesional, en el sentido subrayado por Derrida, de la labor universitaria.

3. UNA FRAGILIDAD PRELIMINAR: DIGNIDAD Y PRECARIADO DE LA INSTITUCIÓN

El conjunto de dignidades que acabamos de describir y la solemnidad con la que, afortunadamente, todavía siguen protegiéndose los ritos universitarios evidencian la proyección casi sacral que todavía le conceden nuestras sociedades al conocimiento. De alguna manera, estos procesos exhiben la condición secularizada de nuestras universidades y en algo retoman el espíritu heredero de las sociedades científicas que fueron consecuencia de la primera Ilustración. Las universidades conservan, a un lado y otro del Atlántico, un remoto vestigio del culto a la Diosa Razón que inspiró en el siglo XVIII el furor revolucionario. En este sentido, y aún reconociéndose como instituciones estrictamente civiles en su mayoría, las universidades occidentales adquieren una función simbólica, vertebradora y ritual en el seno de nuestras sociedades.

Este hecho podría parecer una herencia más o menos remota o un rasgo escasamente revelador de la historia de las instituciones. Sin embargo, esta colección de características privativas son ingredientes imprescindibles para comprender cómo todavía hoy se sigue concibiendo la carrera docente e investigadora, para lo bueno y para lo malo. A nadie se le escapa que una de las debilidades más explícitas del sistema universitario español contemporáneo es aquella que atañe a la precariedad e inestabilidad de la consolidación de la carrera profesional. Hasta la última convocatoria (diciembre 2021) de becas y contratos posdoc, era muy habitual que en nuestro país un investigador o una investigadora brillantes tuvieran que ir enlazando contratos temporales durante diez años después de la lectura de su tesis doctoral. Es decir, que la mejor investigadora imaginable en nuestro sistema universitario, después de haberse doctorado, podría no encontrar un contrato estable hasta pasados los 35 años. No hace falta ser un profesional de la psicología para prever cuáles son las consecuencias que una precarización semejante puede generar en una biografía. Este escenario tampoco cambiaría demasiado en el caso de que nuestro investigador o nuestra investigadora imaginaria hubiera tenido la suerte de poder concurrir a una plaza de acceso como Ayudante Doctor ya que, lo más habitual, es que después de un doctorado, una acreditación y un concurso, esta persona pasara a disfrutar de un contrato de unos 1.400 euros al mes durante cinco años.

Estos datos no son una realidad más dentro del sistema universitario sino que suponen las condiciones materiales desde las cuales se ejerce la labor universitaria. La carrera académica, lejos de haberse profesionalizado como una opción laboral atractiva para quienes a través de su esfuerzo, mérito y capacidad deciden consagrar sus esfuerzos a la tarea de la docencia y la investigación, mantiene todavía una cierta reminiscencia casi religiosa que la sitúa a mitad de camino entre la vocación y el martirio. La referencia al martirio, por más que pueda resultar exagerada, creo que resulta perfectamente aplicable a nuestro desempeño, pues en no pocas circunstancias la decisión de emprender una carrera investigadora entraña la renuncia, casi total, de elementos imprescindibles para alcanzar una vida razonablemente feliz o lograda.

Con respecto a la vocación, término cargado también de implicaciones religiosas, resultan del todo reveladoras las reflexiones que hacia el año 1917 realizara Max Weber en “La ciencia como vocación”. La caracterización de la ciencia como una vocación es una muestra más del modo en que la labor docente e investigadora asume presupuestos de inspiración casi religiosa. La llamada destinal desde la que la vocatio recluta a los jóvenes investigadores sería motivo suficiente para consagrar una vida a esa actividad profesional que ya describimos como una profesión de fe, según las palabras de Derrida. De nuevo, es sorprendente la vigencia y la actualidad de unas palabras pronunciadas hace más de un siglo pues por pluma de Weber leemos algo que podría considerarse perfectamente contemporáneo: “es sumamente arriesgado para un científico joven sin bienes de fortuna personal exponerse a los azares de la profesión académica” (1967, p. 181). El aserto weberiano encaja de forma estrictamente pertinente con la incertidumbre económica que tienen que soportar nuestros investigadores más jóvenes. Es más, el extraño, y a veces incluso extravagante modo en el que se evalúan los méritos profesionales en la carrera académica, justifica, de nuevo, la advertencia con la que Max Weber intenta alertar a quienes deciden atender a la vocación científica. «¿Cree usted -interroga a un incipiente investigador imaginado- que podrá soportar sin amargarse y sin corromperse el que año tras año pase por delante de usted una mediocridad tras otra?». A nadie se le escapa que esta misma pregunta habría de tomarse por pertinente en la universidad contemporánea y no es necesario realizar ningún cuestionario para constatar que, en efecto, muchos colegas de profesión asentirían sin demasiadas dudas a que ese riesgo es una de las fuentes de frustración y desventura más habituales en la academia.

Creo, pese a todo, que la universidad española ha mejorado enormemente en las últimas décadas en cuestiones relativas a la transparencia, la gobernanza o la rendición de cuentas. La implantación de los procesos ciegos y objetivos de acreditación así como la publicitación de los criterios establecidos para el reconocimiento de sexenios y otros méritos docentes e investigadores han aminorado el horizonte de incertidumbre e imprevisibilidad en la promoción y estabilización. Sin embargo, esos criterios suponen una garantía de última instancia que muy escasamente solventan la incertidumbre individual a la que se enfrenta el personal investigador. A este respecto, considero que podemos reconocer sin duda que la carrera académica puede inscribirse en el conjunto de profesiones en las que el peso de la vocación acaba menoscabando la justa retribución del trabajo, tal y como Remedios Zafra supo diagnosticar en el caso de las profesiones creativas.

En El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo (2017) la profesora Zafra expuso, de una forma extraordinariamente lúcida, algunas de las servidumbres contemporáneas derivadas del exceso de entusiasmo en las profesiones creativas, entre las que podría incluirse la carrera académica así sea por analogía. De este modo, lo que en otros contextos ha llegado a expresarse de una forma un tanto grosera como salario inmaterial, constituye uno de los elementos que más han contaminado la profesionalización plena de la carrera investigadora. En este texto, en el que Zafra dedica un capítulo específico a las nuevas servidumbres epistémicas y laborales de la academia, se expone con suma precisión la relación de inversa proporción que se establece entre las carreras vocacionales (y pasionales) y las garantías laborales que ofrecen. Así, la falta de estabilidad, la discontinuidad de los contratos, el sometimiento a rígidos y en ocasiones artificiales mecanismos de control y mesura de los méritos o la dolosa informalidad en la que se desarrolla gran parte de la labor investigadora encontrarían, en el cumplimiento de la pasión y de la vocación, una retribución intangible pero suficiente para justificar condiciones que contrastan de forma groseramente explícita con lo que una universidad enteramente profesionalizada debería requerir.

4. MISIÓN DE LA UNIVERSIDAD

El contraste entre el aparente prestigio social de la institución universitaria y la precariedad desde la que ejercen su profesión nuestros investigadores y docentes no es un dato que adquiera un interés puramente gremial o laboral. La imprevisibilidad del cursus honorum académico no sólo lesiona el bienestar o las legítimas expectativas de nuestros profesores sino que, además, determina el modo en que se produce, se transmite y evalúa el conocimiento. Cuidar la ciencia exige cuidar a aquellas personas que hacen ciencia, y la custodia, el cultivo y la transmisión del conocimiento es uno de los signos que mejor evidencian la salud de una comunidad política. Sin embargo, que hoy se haya naturalizado la expresión “producción científica” demuestra, sin disimulo alguno, que el paradigma productivo ha pasado a regular nuestra relación con los distintos saberes. Recuerden las ambiciosas palabras con las que Jacques Derrida había definido el quehacer universitario y hagámonos cargo del enorme hiato existente entre la proyección social de la universidad y su realidad material.

Aunque las precarias condiciones que hemos apenas dibujado resulten determinantes, la universidad ni puede ni debe definirse por las circunstancias laborales en las que nuestro personal docente e investigador. Precisamente, al no tratarse de un mero oficio, y al describirse la vocación profesoral como una profesión en sentido estricto, esto es, como la profesión pública de una vocación, la universidad debe actualizar su misión institucional para hacer explícitos sus retos y desafíos futuros. A este respecto, y retomando una fuente clásica conforme a lo advertido, pocas reflexiones resultan vigentes como la que realizara Ortega en el año 1930. Al igual que en el caso de Weber, las palabras que se pronunciaron en forma de conferencia pasaron a editarse posteriormente para conservar el diagnóstico del pensador madrileño.

La reflexión orteguiana mantiene todavía una cierta inercia heredera del célebre debate iniciado en 1876 relativo a la Ciencia española. Sin embargo, el valor del nuevo análisis pasaba por actualizar la misión de la institución universitaria a partir de la planificación de su reforma. Así, la ambición orteguiana aspiraba a procurar una reforma universitaria que superara el afán de revertir los abusos para lograr configurar un nuevo marco institucional. Esta vocación adquiere en nuestros días una singular pertinencia ya que después de la implantación del Plan Bolonia, y como consecuencia de la pandemia de la COVID19, el debate sobre la transición y transformación universitaria vuelve a ocupar el centro del debate político en España.

Retomando el marco teleológico, Ortega señalará que “la raíz de la reforma universitaria está en acertar plenamente con su misión”, un planteamiento que habría de urgirnos a la hora de definir, antes de adentrarnos en cualquier transformación (digital o de cualquier otra índole), la finalidad de la institución universitaria. Hoy sabemos que la universidad es una institución enormemente compleja, plural e incluso cambiante, pero los dos grandes ejes sobre los que se orienta su actividad siguen siendo exactamente los mismos que en tiempos de Weber: docencia e investigación (con el nuevo añadido de la transferencia científica como una misión complementaria). Estas actividades no pueden, sin embargo, describirse como fines puros, pues su definición será, a su vez, deudora del fin social que aspiran a satisfacer. Si bien Aristóteles inauguró el primer libro de Metafísica apelando la necesidad de saber por saber (Met. I 1 980 a 20), en un gesto que siglos después reivindicaría el arte en eslóganes autotélicos como ars gratia artis o el art pour l´art, el análisis socialmente responsable de la institucionalización del saber requiere reconocer con claridad cuál es la función social, humana, y puede que incluso humanitaria, de la universidad.

En muy pocas ocasiones el conocimiento pude definirse como un fin en sí mismo ya que la autorreferencialidad de la ciencia nos impediría tomar decisiones acerca de qué merece la pena conocer o qué merece la pena ser enseñado. Ortega intuyó una cláusula económica en la gestión y administración del conocimiento que merece la pena rescatar: la atención y los recursos humanos, y desde luego los recursos económicos desde los que se promociona el desarrollo de la ciencia, son en nuestro tiempo necesariamente finitos. La administración de estos bienes escasos son los que imprimen una lógica económica (que no economicista) en la deliberación científica y universitaria. No podemos, como nos invitaba a hacer la Diosa de Parménides (2007), ni conocerlo todo ni enseñarlo todo. El omnia docet que todavía leemos blasón del Collège de France se ha demostrado imposible y proyectos tan radicales como los que inspiraron L´Encyclopédie, a saber, el intento por compendiar todo el conocimiento humano disponible, hoy resultarían de una ingenuidad pasmosa. La sabiduría en su conjunto resulta inasequible para una institución y cualquier persona que haya adquirido responsabilidades de gobierno en una universidad sabe que gestionar es, las más de las veces, optar por líneas, metodologías u objetos de investigación frente a otros. Decidir qué merece la pena conocer, por qué hay que privilegiar unas líneas sobre otras o priorizar en el tiempo el grado de inversión en distintos horizontes de innovación son siempre opciones que se ejercen sobre un universo finalista que nos devuelve a la pregunta orteguiana inicial: ¿cuál es la misión de la universidad?

5. ¿ENSEÑAR O INVESTIGAR?

Ortega plantea una misión democráticamente urgente pero científicamente problemática cuando subraya que el destinatario último del quehacer universitario debe ser el hombre medio. Las instituciones públicas, alcanza a decir, toman al hombre medio como medida. Es enormemente significativo que quien construyera parte de su fama diagnosticando una rebelión de las masas destacara, al mismo tiempo, el compromiso de la universidad con la condición media. La tensión existente entre excelencia y medianía, o entre vanguardia y mayoría, es algo que todavía afecta al modo en que se concibe la universidad. De una parte, y resulta obvio tener que señalarlo, la red de universidades públicas españolas adquiere un compromiso específico con los procesos formativos y de desarrollo cultural de nuestra ciudadanía en su conjunto. Esta misión se aviene, por cierto, de forma literal con lo consignado por nuestra Constitución (Art. 27). La universidad, especialmente la pública, no sólo beneficia a sus estudiantes como destinatarios de un servicio sino que en una comunidad democráticamente vertebrada, donde las decisiones políticas aspiran a representar el interés de la mayoría, la formación de la ciudadanía es una suerte de garantía epistemológica y un ascensor social que genera beneficios globales. Sin embargo, este compromiso legítimamente igualitario, no hace que sea menos realista reconocer que limitar la exigencia científica y formativa al nivel alcanzable por una mayoría acabaría por lastrar el avance de la investigación y el rendimiento académico de la minoría más destacada. Las conclusiones alumbradas por Tocqueville en La democracia en América serían perfectamente trasladables al ámbito educativo e investigador en este punto. La garantía de mínimos puede sacrificar, en ocasiones, la expresión de la excelencia.

Ortega aspiró a resolver esta dificultad dividiendo la misión de la universidad en tres propósitos. Así, el filósofo subrayó que una de las finalidades de la institución universitaria sería la enseñanza de profesiones intelectuales, otra la investigación y una tercera centrada en la transmisión cultural. Con respecto a la primera, la misión profesionalizante resulta, ciertamente, ineludible, aunque su peso, o incluso el protagonismo que Ortega reconoce de forma preferencial, requeriría una profunda redefinición en nuestro tiempo. No es objeto de esta investigación cifrar las transformaciones que deberían operarse en el seno de la universidad para adaptarse a esta nueva realidad laboral cambiante pero parece forzoso conceder que la universidad ni puede, ni debe, convertirse en un mero instrumento de formación profesional. La proliferación de certificaciones externas y las nuevas plataformas de formación continua competen e incluso acabarán por complementar gran parte de la enseñanza universitaria. La universidad no puede concebirse meramente como una institución expendedora de acreditaciones profesionales pero, al mismo tiempo, no podría comprenderse su utilidad social sin el ejercicio parcial de algo muy parecido esa función.

Una de las aportaciones más genuinas del diagnóstico de Ortega, y que marcaría una diferencia natural con algunos usos contemporáneos en sede universitaria, es su rotunda distinción entre la función investigadora y la labor docente. Frente a la caracterización habitual en la carrera investigadora en España, que integra docencia e investigación, el aserto del pensador es rotundo a este respecto: “La ciencia en su sentido propio, esto es, la investigación científica, no pertenece de una manera inmediata y constitutiva a las funciones primarias de la Universidad ni tiene que ver sin más ni más con ellas” (2017, p. 551). De un modo muy resumido podríamos afirmar que para Ortega existiría un hiato perfectamente discreto entre la creación y la transmisión del conocimiento. Como el propio Weber señalara, y como todos hemos podido constatar alguna vez, un buen docente puede ser un pésimo investigador y viceversa. Esta tesis resultaría problemática en no pocos campus europeos y, sin embargo, sería algo más asimilable en un contexto académico como el estadounidense. Así, en EE.UU. es habitual distinguir entre universidades con vocación investigadora y colleges cuya misión esencial radica en la enseñanza. En cualquier caso, y este es un dato no menor con el que tendría que dialogar una visión orteguiana de la universidad, sí es cierto que casi todas las universidades que ocupan los primeros puestos en las clasificaciones estadounidenses son instituciones clasificadas como R1 (Research One) en el Carnegie Classification of Institutions of Higher Education. Es decir, que las universidades más prestigiosas son aquellas que reúnen docencia e investigación.

La propuesta de Ortega intentaba resolver una de las tensiones inherentes a cualquier caracterización de la universidad en términos de utilidad pública y social. Alinear el propósito de universidades generalistas que puedan dirigirse al ciudadano medio con la vocación investigadora y la creación de una ciencia excelente es, ciertamente, una tarea compleja con visos de ser incluso contradictoria. Cualquier institución universitaria debe saber si se dirige al 0´1 % con mayor rendimiento académico o si aspira a integrar a más del 10 % de la población. Dependiendo de su público objetivo y del grado de detalle de esa misión podría orientar su actividad en una dirección u otra. Del mismo modo, el porcentaje que cada universidad destina a partidas vinculadas con la investigación es discrecional y corresponde a cada institución pautar, de forma autónoma, su política científica. Parece obvio, en cualquier caso, que el rigor creciente y la condición competitiva de la investigación encajaría de manera poco coherente con una universalización creciente de la formación universitaria.

La investigación en España depende en gran medida de las universidades aunque nuestro sistema de investigación pública encuentra en otras instituciones como el CSIC, centros nacionales como el CNIO o los distintos institutos regionales (Ikerbasque en País Vasco, Icrea en Cataluña, los IMDEAS en la Comunidad de Madrid...) alternativas a la actividad investigadora de las universidades. A todo ello aún deberíamos sumarle las iniciativas privadas o empresariales. De nuevo, queda muy lejos de la capacidad de quien escribe determinar en qué grado debe subordinarse la política científica de España con la política exclusivamente universitaria. Ambos horizontes, el puramente universitario y la investigación global del país, son necesariamente solidarios y el modo en que se establezca el diseño de esta cooperación puede admitir variables complejas. Es más, a este desafío deberíamos sumarle una nueva posibilidad cooperativa entre Estados e instituciones como son las redes o las alianzas interuniversitarias tales como CIVIS o la Alianza 4U. La sucesión de programas de investigación en el marco de la Comisión Europea son otro dato relevante a la hora de integrar estrategias que trascienden la jurisdicción y la estrategia nacional. Este tipo de iniciativas inauguran nuevos marcos administrativos, ejecutivos e institucionales para desarrollar de un modo novedoso tanto la docencia como la actividad universitaria pero para poder cifrar en términos de éxito o fracaso las reformas pendientes deberíamos generar una prospectiva clara de cuáles son los objetivos que se intentan alcanzar.

En cualquier caso, y es de justicia reconocerlo, la descripción que Ortega realiza de la tarea investigadora como propósito independiente podría hacerse perfectamente coherente con el modo en que hoy se desarrolla la actividad universitaria. Así, a pesar de subrayar una diferencia esencial entre la función docente y la investigación, el filósofo acabará por concluir que la universidad requiere convivir en íntima comunidad con los “campamentos” (2017, p. 566) que las ciencias deberían establecer en la proximidad de la universidad. Nada impide reconocer que esa metáfora más o menos lograda podría acabar compadeciéndose con el modo en que hoy se sincopan docencia e investigación en la academia. Más allá de los detalles específicos o del acierto de Ortega en su diagnóstico no cabe duda de que la porosa linde que distingue ambas labores fundamentales y la administración de esa frontera entre enseñanza y creación del conocimiento seguirá siendo durante décadas uno de los ámbitos más delicados de planificación y de gobierno de nuestras universidades.

6. CONCLUSIÓN: ACTUALIZACIÓN DE PROPÓSITOS

Vivimos un narcisismo de época. Prácticamente todos los desafíos políticos y sociales a los que nos enfrentamos les concedemos una naturaleza adánica e inaugural. La modernidad tardía insiste en pensarse como un tiempo excepcional y el pulso de nuestro tiempo parece exigirnos que cada minuto sea trascendente y crucial. No es distinto en sede universitaria ni en casi ningún contexto institucional. Creo, sin embargo, que existen buenas razones para creer que ese afán presentista tiene algo de vanidad y no tanto arraigo en la realidad. La revisión de fuentes tan clásicas como los textos de Weber o de Ortega nos demuestran que casi todos los tiempos se parecen y que no pocos de los problemas y desafíos que creemos estrictamente contemporáneos ya fueron formulados hace un siglo. Al menos.

Los problemas son casi siempre los mismos aunque las soluciones exigen acentos y matices novedosos en cada circunstancia y en cada tiempo. A este respecto, creo que la tercera y última misión que Ortega reconoce para la universidad debería destacarse como prioritaria en las próximas décadas. Además de la formación de profesionales y la investigación, el filósofo madrileño destacó la importancia cultural que tiene la universidad. Nuestro pensador advierte que la “Cultura es el sistema de ideas vivas que cada tiempo posee. (...) el sistema de ideas desde las cuales el tiempo vive” (2017, p. 555). Aun cuando la propia definición de cultura pudiera enmendarse no cabe duda de que entre las muchas funciones que podemos reconocer a la academia existe una misión esencialmente cultural en ella. La universidad es una institución científica, educativa, normativa pero, también, esencialmente cultural, pues sólo en ella se custodian saberes y disciplinas que no sobrevivirían en un régimen de libre mercado. Tal vez este sea el motivo por el que la práctica totalidad de las universidades de élite son o bien públicas o bien instituciones non-profit.

La universidad, en su condición de garante de ciertas autoridades epistémicas, ejerce funciones de crítica y conservación cultural distinguiendo una relación de juicio y comparación entre las ideas. Esta caracterización de la autoridad epistémica creo que resultará esencial en los próximos años. En un contexto de proliferación de datos y de almacenamiento masivo de la información parece evidente que, en gran medida, la labor de conservación del conocimiento dejará de ser una misión exclusiva o preferente de la universidad. Sin embargo, la información es algo muy distinto del conocimiento y es en esa distinción donde la autoridad universitaria podrá encontrar un propósito de renovada utilidad social. La sobreabundancia de datos exige distinguir entre qué información puede o no ser relevante, qué dirección y sentido ha de proponerse la investigación o qué fuentes pueden describirse como legítimas o ilegítimas a la hora de informarnos. Riesgos como contemporáneos como la infoxicación, de la que hablara Alfons Cornellá (Cornellá, 2004) o incluso la proliferación de bulos y de fake news parecen urgirnos a rehabilitar fuentes, métodos y autoridades que nos permitan no sólo discernir entre el conocimiento verdadero y el falso sino, también, entre la información relevante y la irrelevante.

Harold Bloom publicó en 1994 su célebre texto The Western Canon, en el que criticaba, provisto de ácida ironía, cómo la escuela del resentimiento había insistido en revocar el canon tradicional de los estudios literarios a la luz de causas políticas y morales. Su diagnóstico fue sin duda visionario de todo lo que habría de venir después. Al mismo tiempo, el extraordinario libro The Coddling of the American Mind: How Good Intentions and Bad Ideas Are Setting Up a Generation for Failure, escrito por J. D. Haidt y G. Lukianoff (que retoma un artículo publicado por ambos autores en The Atlantic en 2015), expone y denuncia a la luz de no pocas evidencias estadísticas el modo en que la cultura de la cancelación, la ausencia de criticismo y la falta de pluralismo han resentido el prestigio y la calidad de las universidades norteamericanas. El ascenso de ejercicios de censura informal, la expulsión de profesores o la cancelación de actos perfectamente rigurosos desde un punto de vista académico son sin duda una noticia preocupante para quienes seguimos confiando en las universidades como espacios de libertad. En España también han tenido lugar acontecimientos de censura equivalente, como el que sufrió el profesor Pablo de Lora (catedrático de Filosofía del Derecho de la UAM8) o las carpas de estudiantes constitucionalistas atacadas en Cataluña. Lo negativo de estas noticias es que demuestran, una vez más, que el totalitarismo es una tentación demasiado humana o, como señalara Anne Applebaum, remitiéndose a su vez a H. Arendt (Applebaum, 2021, p. 11), un tipo de personalidad que no distingue entre izquierdas o derechas. Sin embargo, el hecho de que este tipo de acontecimientos acontezcan en una universidad es relevante porque demuestran que los campus universitarios siguen siendo un territorio de vanguardia y de disputa cultural.

No es objeto de esta investigación desentrañar cuál puede ser la genealogía académica de la cultura de la cancelación. Existen suficientes estudios al respecto que exploran, con todo detalle, hipótesis complejas y verosímiles que enlazan esta expresión de intolerancia con la desinformación planificada (Rauch, 2021). La existencia del fenómeno sí vuelve a recordarnos, pese a todo, que entre las muchas misiones que tiene la universidad, todavía puede distinguirse su propósito esencialmente cultural. En el marco de la democracia liberal y en un contexto de sociedades heterogéneas y felizmente plurales, la universidad debe actualizar su responsabilidad cultural protegiendo, precisamente, los valores que nos hacen reconocibles como sociedad. Si la esencia de la universidad viene determinada por aquello que sólo la universidad puede hacer, parece evidente que la academia es el lugar donde todavía deben custodiarse expresiones culturales y del conocimiento que a pesar de ser deficitarias cumplen una función social e incluso republicana en su sentido más clásico. Por este motivo no importará (o no debería importar) cuántos estudiantes de siríaco o de acadio existen en nuestro Sistema Universitario puesto que, parece evidente, la existencia de profesores e investigadores que consagran su vida al estudio de fuentes clásicas aunque minoritarias es un síntoma de ambición cultural.

En demasiadas ocasiones hay quien insiste en justificar la utilidad de la filosofía en su capacidad para formular preguntas. Honestamente creo que ese es un lujo narcisista que en sede académica debería desterrarse. Por este motivo, y a la luz de lo expuesto, creo que podemos concluir la presente investigación asumiendo esta capitulación sumaria de misiones que podrían ser de utilidad para planificar el modo en que deberían afrontarse algunos de los desafíos inminentes a los que se enfrentarán nuestras universidades en las próximas décadas.

El primero de ellos, y por eso lo referimos de manera aislada, atañe a la precarización de la carrera universitaria. La desaparición de las clases medias entre el personal investigador y docente se asienta sobre una polarización entre trabajadores precarios y científicos excelentes resentirá, sin duda, la calidad de nuestras enseñanzas e incluso la convivencia ordinaria. Estas precondiciones materiales son, además, una evidencia incuestionable del valor que nuestra sociedad le concede a la universidad donde el reconocimiento y el prestigio social ha quedado no sólo reducido sino incluso disputado. Asimismo, hemos considerado que la universidad y el conocimiento no pueden describirse en términos autotélicos o autorreferenciales. Es decir, la universidad debe fijar su misión y su propósito como institución al tiempo que debería determinar de forma explícita los fines específicos hacia los cuales deben orientarse la ciencia y el conocimiento. Dada la imposibilidad de conocerlo y enseñarlo todo, debemos priorizar en términos finales cuál es el propósito (social, político y cultural) hacia el que deben proyectarse los distintos saberes.

Creemos, finalmente, que el diagnóstico orteguiano sigue siendo perfectamente vigente y por este motivo la universidad debe guardar un compromiso específico con la formación de profesionales, con la investigación y con la cultura de cada tiempo. De estas tres misiones es la tercera, probablemente, la que deba operar una actualización más ambiciosa en tiempo presente. En un contexto en el que la información y los datos se multiplican, la orientación que puede brindar la universidad como autoridad epistémica habrá de resultar imprescindible en términos sociales. Asimismo, en un contexto de polarización creciente como el que vivimos, la defensa y la promoción del pluralismo ideológico y cultural debería pasar a convertirse en un ámbito de acción prioritaria para todas las universidades.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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Weber, M. (1967). El filósofo y el científico. Alianza.

Zafra, R. (2017). El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital. Anagrama.

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1. Acción financiada por la Comunidad de Madrid a través del Convenio Plurianual con la Universidad Autónoma de Madrid en su línea de estímulo a la investigación de Jóvenes Doctores, en el marco del V PRICIT (V Plan Regional de Investigación Científica e Innovación Tecnológica): “Diferencia, Tolerancia y Censura en Europa. La libertad de expresión en el discurso público contemporáneo” (SI1/PJI/2019-00442).

2. Esta Estadística integra de forma anual el Registro de Universidades, Centros y Titulaciones (RUCT) y la recogida a través del Sistema Integrado de Información Universitaria (SIIU).

3. A este respecto, desde la revista Índice (INE-UAM) promovimos en el año 2016 dos monográficos (números 69 y 70) que aspiraban a ofrecer una muestra más o menos panorámica del conjunto de fuentes estadística relativas a la innovación y la investigación.

4. El cambio de percepción social sobre la filosofía se ha hecho tan evidente que incluso la prensa generalista atiende ya a este hecho. Sirva como muestra el reciente artículo de Juanjo Becerra “Por qué la cuarta revolución industrial ha puesto de moda la filosofía: cinco años de aumento de matriculaciones tras 30 de caída”. EL MUNDO, 30/01/2022. https://www.elmundo.es/tecnologia/innovacion/working-progress/2022/01/30/61f552d5fdddffa0a48b457e.html

5. Así, por ejemplo, queda refrendada la mención explícita a las humanidades en las prioridades relativas a los retos sociales. Véase COM/2011/0808 Horizon 2020. Existe versión en castellano disponible en https://ec.europa.eu/programmes/horizon2020/en/official-documents.

6. El 9 de octubre de 1930 Ortega pronunció, a instancias de la agrupación estudiantil Federación Universitaria Escolar, una conferencia que llevó por título “Sobre la reforma universitaria”. Las insuficientes condiciones acústicas en las que se desarrolló aquella ponencia hicieron que posteriormente se publicara en El Sol una versión más completa de dicha intervención a lo largo de siete entregas. La versión final, con el título que citamos, se compuso en el mes de diciembre de dicho año (Ortega, 2017, p. 880).

7. Datos del Ministerio de Universidades (2021).

8. El suceso dio pie a la publicación posterior del libro Lora, P. de (2021). El laberinto del género.